San
Martín del Rey Aurelio recibe este nombre con todo el derecho como ya hemos
visto alguna vez en estos artículos, porque, efectivamente, fue durante un
tiempo la corte de este monarca. Por el mismo motivo Ablaña, en Mieres, debería llamarse Ablaña del Rey Alfonso, ya que también fue residencia de otro rey
asturiano -el casto Alfonso II-, aunque en este caso de manera forzosa.
A la hora de hacer la historia de la Monarquía asturiana, la fuente fundamental
son las crónicas que se escribieron para narrar los sucedidos de la época; y
entre lo que cuentan, todas se detienen a narrar brevemente las biografías de
nuestros regios antepasados. La mayoría se redactó varias generaciones después
de que ocurriesen los hechos y por ello presentan abundantes lagunas. De las
que se conservan la más antigua es la llamada Albendense, que se concluyó en
noviembre del año 883 y por lo tanto parece ser la más fiable.
Pues bien, al referirse a Alfonso II, esta crónica nos narra que fue un buen
rey y que dejó buen recuerdo entre sus vasallos. Sus contemporáneos lo llamaron
el Magno, aunque luego para no confundirlo con Alfonso III que tenía el mismo
apodo, los historiadores acabaron inclinándose más por otro apelativo que
también se le dio en vida: «el Casto», y que refleja perfectamente cómo fue su
vida: buen militar y mejor cristiano.
Nuestro soberano se mantuvo en el trono cincuenta y un años en los que hubo de
todo: combates constantes contra los musulmanes, terribles derrotas y grandes
victorias, e incluso lo que hoy llamaríamos un golpe de Estado en el que se le
relegó del gobierno hasta que sus fieles volvieron a restituirlo en el trono.
Sucedió cuando llevaba once años de gobierno y fue apartado por las armas de la
corte ovetense; no conocemos cuánto tiempo duró este exilio ni tampoco sabemos
con exactitud dónde estuvo el rey; aunque la crónica sí nos da el nombre
medieval del lugar: el monasterio de Abelania, originando todo tipo de
interpretaciones de los expertos.
Buscando parecidos actuales con este nombre, hace cuatro siglos el ilustre
padre Luís Alfonso Carballo, autor de «Antigüedades y cosas memorables del
Principado de Asturias», se inclinaba por Avilés, mientras que el humanista
cordobés Ambrosio de Morales prefería situarlo en Samos. El primero no aportaba
ningún dato para apoyar su idea y la teoría del segundo quedaba coja porque en
el lugar gallego no hay ningún documento ni tradición que recuerde tal
cosa.
Por su parte, ya en época más reciente, Constantino Cabal llevaba Abelania
hasta la Liébana, en Cantabria, donde existieron en otro tiempo dos monasterios
llamados Bellenia, uno dedicado a Santa María y el otro a San Salvador.
Investigando lo mismo, otros autores han citado puntos tan dispares como
Ablaneda, en la parroquia de Godán del concejo de Salas, o el monasterio de San
Cosme y San Damián de Abeliare, en León, olvidando que se fundó en el siglo
X.
A pesar de todo, el lugar que cuenta con más partidarios es Ablaña, un topónimo que se explica casi
siempre como derivado de las avellanas (ablanes, en asturiano), pero que
seguramente tiene más que ver con la proximidad al río Lena, nombre que durante
siglos sirvió también para conocer el Caudal, junto al que se ubica esta
población mierense. De esta opinión son nada menos que Claudio Sánchez
Albornoz, Ramón Menéndez Pidal y Armando Cotarelo.
Vamos a ver lo que sucedió en la corte ovetense para que se desencadenase este
episodio: la crónica se limita a calificar la acción contra Alfonso II como un
acto de tiranía, sin dar más explicaciones y, como tampoco cita a los
responsables, hay que suponer que tuvieron que ser personajes importantes,
aunque no tanto para que alguno entre ellos llegase a reclamar la corona, de
modo que es lógico suponer que en la conspiración participasen magnates y
seguramente también obispos.
Los motivos están más claros. Hay que recordar que se vivían tiempos convulsos.
El padre de Alfonso II, el rey Fruela, había sido asesinado después de que él
mismo matase con sus manos a su propio hermano, y la corona, antes de llegar a
quien correspondía dinásticamente, había pasado por cuatro cabezas: Aurelio,
Silo, Mauregato y Bermudo el Diácono; cada uno de ellos había tenido,
lógicamente, sus respectivos partidarios que ahora estaban frustrados y, por lo
tanto, los grupos de rencorosos llenaban todas las esquinas de la Corte.
Alfonso se encontró, en cuanto llegó al trono, con uno de los momentos más
delicados de la guerra contra los musulmanes al sufrir en sus carnes los éxitos
militares de Hixem I, un hijo del famoso Abd al Rahman I, que derrotó en varias
ocasiones a los cristianos asturianos entrando en Oviedo; pero lo que es más
importante para nosotros es que también era una terrible amenaza para los
franceses, e incluso en una ocasión llegó a sitiar la ciudad de Narbona.
Era inevitable que asturianos y galos se uniesen ante el enemigo común y ello
favoreció la amistad entre las dos coronas y aunque nuestras crónicas no hablan
de estas relaciones, las francesas sí lo hacen y por ellas sabemos que en el
795 Alfonso II envió una embajada a uno de los hijos del todopoderoso
Carlomagno, Luis el Piadoso, que entonces se encontraba en Tolosa.
Las conversaciones fueron tan positivas que la delegación volvió en otras dos
ocasiones, en 797 y 798 y nunca faltaron los intercambios de obsequios entre
los dos reyes; también los franceses mandaron al menos en una ocasión a un
embajador, un obispo de Orleáns, que vino a matar dos pájaros de un tiro ya que
de paso se interesó en combatir la herejía adopcionista que entonces tenía
adeptos en Asturias.
Esta amistad con el poderoso imperio extranjero fue interpretada por algunos
asturianos principales como un riesgo de sumisión a Carlomagno, e incluso
algunos historiadores franceses hoy en día siguen afirmando sin fundamento que
cuando Alfonso II escribía al francés firmaba como vasallo suyo. Por fin, la gota
que colmó el vaso de sus opositores fue el nombramiento para uno de los cargos
de confianza de la corte, el Oficio Palatino, de un francés, lo que levantó
ampollas y dio el motivo para la revuelta.
Según Constantino Cabal, quien publicó una extensa monografía sobre este
reinado, el rey fue llevado a Abelania en el 802 cuando nada en sus dominios
hacía presagiar una conspiración que, sin embargo, estaba sólo esperando el
momento adecuado. Entre los escasos datos que proporciona la crónica está una
pista sobre los libertadores del monarca: un grupo de fieles encabezados por
Teuda, o Teudano, un nombre de origen visigodo y en el mismo sentido la palabra
fieles tampoco puede interpretarse simplemente con el sentido actual como
aquellas personas que eran partidarias del rey, sino que así se denominaban
aquellos súbditos que se comprometían a defender al soberano por un juramento
especial.
Hemos dicho que mientras Alfonso II estuvo apartado nadie se sentó en su trono,
hasta que finalmente fue restituido en su autoridad y que una cuestión
pendiente está en saber cuánto tiempo duró el exilio. Pues bien, todo indica
que no debieron pasar más de cinco o seis años, porque sabemos que en el 808 el
rey ya ejercía plenamente sus derechos, como lo demuestra el que en aquella
fecha hizo la donación a la iglesia de Oviedo de la Cruz de los Ángeles, que
hoy es el símbolo de la ciudad.
No sabemos cómo tratarían a Alfonso II en Ablaña,
pero por bien que fuese siempre iba a recordar aquel episodio como uno de los
más penosos de su vida y pasados muchos años aún se refería a él como un
periodo de «graves tribulaciones».
Ahora es inevitable preguntarse si queda alguna huella del monarca en el pueblo
mierense: la respuesta es negativa, aunque también es cierto que tampoco se ha
buscado. El monasterio más antiguo que conocemos en la zona se fundó en Baíña
siglos después y en Ablaña el punto
con más historia es la casona de los Muñiz, que luego emparentaron con los
Bernaldo de Quirós y en la que hoy, una vez modernizada, apenas queda nada
original. Frente a ella está la capilla dedicada a San José, sin mucho arte
pero con muchas posibilidades de que esté construida sobre un edificio
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Ernesto Burgos (historiador)
Artículo publicado en La Nueva España el día 25 de septiembre de 2007