Estaba
muy cerca el año 2000. Por el camino empinado que lleva a la Faidosa sube un anciano, lentamente, apoyado en su bastón. Respira con trabajo, sus años y
sus bronquios así lo exigen. Cuando llega a la Carbina se para
a descansar en el mismo sitio de siempre, allí desde donde domina todo el
valle, desde Nicolasa hasta donde el río Caudal se pierde de vista en la curva de La Pereda.
Desde este mirador natural
observa el ir y venir continuo del tráfico en la autopista, el lento discurrir de las aguas del río y la quietud del pueblo de Ablaña en esta
tarde luminosa de primavera.
Pero al mirar a la
izquierda, sus ojos cansados tropiezan con los castilletes de los pozos mineros
como gigantes muertos, como fantasmas de hierro oxidado olvidados entre la maleza, y el anciano minero se entristece. Allí, en aquel valle, hasta los
montes de Conforcos, no queda nada, sólo quietud y soledad.
Y como en una película, desfilan
por su recuerdo otros tiempos lejanos, tiempos de juventud y trabajo cuando todo este valle que ahora contempla era otra cosa muy
distinta que el progreso, la modernidad y la
vida se encargaron de cambiar.
Recuerda cuando todos los
caminos que llevaban a Mina Llamas y Mina Nicolasa se llenaban de hombres que
iban a su trabajo apenas amanecía. Y Ablaña se llenaba de conversaciones
y ruidos de recias pisadas cuando los mineros de Morcín se bajaban del Vasco y
subían hasta la mina. Y, de pronto, sonaba el "turullu", funcionaban
los lavaderos del carbón, había ruido de vagones y tractores, giraba la rueda
del pozo haciendo subir y bajar la jaula donde los mineros iban a enterrarse durante horas para que los demás pudiéramos
vivir de esos sudores.
Poco más tarde eran los metalúrgicos los que
corrían hacia la Fábrica, por el camino de la
Escombrerina, por el Barrio Pachón por las vías del Norte, todos hacia su
trabajo antes de que la sirena de
las ocho empezara a sonar.
Y
cuando acababa el trabajo, venía la tertulia, las partidas en el bar y el
paseo. Los trenes del Vasco iban llevando a
los trabajadores que venían de fuera y poco a poco Ablaña volvía a la calma
hasta que, al amanecer un nuevo día, se ponía en pie dispuesta al trabajo.
Y al recordar todas estas
cosas y mientras mira el abandonado castillete
de Mina Llamas, al viejo minero le resbalan unas lágrimas por las mejillas.
ROGELIA LLANEZA SUAREZ
Álbum de las fiestas de San José de 1992